Desde muy pequeño la vida me mostró que existía algo más allá de lo que podemos ver. Cuando tenía apenas cuatro años, perdí a mi hermano mayor, que contaba con solo ocho años. Ese acontecimiento marcó profundamente mi corazón y me enseñó, incluso sin entenderlo del todo en aquel momento, que la vida no se limita solo a lo físico, sino que hay algo más grande que nos sostiene.
Con los años, esa herida se transformó en sensibilidad: empecé a sentir una gran empatía hacia los demás, una curiosidad inmensa por lo espiritual y una necesidad de comprender el sentido de lo que vivimos.
A los 18 años viví otra experiencia que reforzó ese llamado: una experiencia cercana a la muerte. Allí comprendí que mi misión en este mundo era la de acompañar y ayudar a sanar.
Alrededor de los 30 años descubrí mi primera vía para hacerlo: el masaje. A través del contacto con el cuerpo entendí que este guarda memorias y que habla en silencio. Las manos pueden escuchar y, al mismo tiempo, sanar. Empecé a percibir que detrás de una contractura o de una rigidez había una historia, y me abrí a la posibilidad de acompañar esos procesos para liberar y devolver ligereza.
Con el tiempo, el camino me fue llevando hacia la dimensión más espiritual de la sanación. Llegaron a mi vida grandes maestros que me mostraron nuevas herramientas: las constelaciones familiares, la kinesiología holística y distintas formas de explorar el alma humana. Estas experiencias expandieron mi visión y me confirmaron que el cuerpo, la mente, las emociones y el espíritu forman un todo inseparable.
Hoy siento que mi misión es aportar mi granito de arena para ayudar a las personas a encontrarse mejor consigo mismas, a despertar, a liberar cargas y a reconectar con su fuerza vital. Lo hago desde el corazón, con la certeza de que cada encuentro es único y que cada ser humano lleva dentro la capacidad de sanar.